El que lo tiene, lo tiene. Los hay con mejor formación, con más técnica, que poseen conocimientos coreográficos sofisticados. Pero él está tocao con la varita. Lo diré sin rodeos: Antonio Amaya El Petete es el mejor bailaor joven que pisa Sevilla. Había que mojarse. Y no lo suelto tras el calentón de la borrachera de arte que hizo tambalear la noche del miércoles la Peña Flamenca Torres Macarena, que también. Sino de verlo venir poco a poco, fraguándose al calor del fuego jondo.
La lluvia y el fútbol robaron parte de la taquilla. No se abarrotó como de costumbre. Pero se dieron cita los cabales de siempre, algún extranjero y artistas amigos. Creo que es de justicia nombrar a Dieguito Amador y David Fernández, dos jovencísimos cantaores con una afición envidiable que disfrutan con sus compañeros y acuden al olor a flamenco del bueno a cualquier peña, actuación o festival. Como también lo hace el holandés Freddy, que se siente más andaluz que el gazpacho. Incluso anduvo por allí el huracán de María Teremoto.
Si hace unos días me vine de vuelta a casa con la cartera de oles casi llena, El Petete me obligó a empeñar las palabras para corresponder a cada uno de los pellizcos que me pegó su baile sobre esas benditas tablas. Se me cansaron los vellos de tanto erizarse porque llevaba en sus pies la magia del trilero que esconde el asombro para mangarte los cinco sentíos.
Desde los camerinos y como los que no tenían prisa ni se habían enterao de que Ángeles Cruzado acabó su magnífica presentación, montaron una juerga por bulerías que nos puso los dientes largos hasta que decidieron salir cantando hacia el entarimado de esta ensolerada peña. ¡Qué manera de liarla! El Pechuguita y El Galli al cante, Paco Iglesias a la guitarra y Emilio Castañeda a las palmas estuvieron pa envorverlos en papel de regalo. Resolvieron el enigma del soniquete adueñándose del compás, sometiéndolo al antojo de sus voluntades.
Fue el preludio del baile por alegrías. Antonio subió al proscenio haciendo saltar las astillas de los maderos con la fuerza de sus tacones. Retó al cielo con sus brazos. Derramó toda la elegancia que se le exige al baile macho. Supo recogerse, recortar los compases y clavar los desplantes sin repetir demasiadas figuras ni reincidir en los dibujos. Regó el escenario con un surtido de facultades. Pero supeditadas siempre a la transmisión. El Petete asestó cien puñaladas de arte que nos atravesaron las entrañas en cada movimiento. Arañazos morenos de flamencura. Al igual que nos acuchillaron por seguiriyas El Pechuguita y El Galli. El primero, enduendao como nunca, apregonao fue perfilando su voz plomiza y redonda con los empujones negros que le brotaban. David rasgándose la garganta en apretones de locura. Desvalijando el pozo de sus penas echó los restos en el cambio de Paco la Luz.
Al socaire de las voces calientes El Petete llegó al trance por soleá en la transfiguración del baile por derecho. Lo hizo para triplicarle el caché. Alcalá, La Andonda, La Serneta… asistieron al ritual en el que se paró con gallardía. Amagaba, se arrecogía con gracia, templao… Paseó con la finura de un marqués cuajao de moreneces flamencas. Bailó mandando con la solemnidad que estrecha el dolor que se llora solo. En la intimidad de sus ojos pero con el alma desnuda en la transparencia de su cuerpo. Así, erguido, potente, con sabiduría. Estrujándose la chaqueta, con poses naturales, pies rápidos, fuertes y definidos, sin extravagancias y con un talento mamao que se aleja del frío academicismo.
Después el fin de fiesta puso el broche aliviando tensiones al compás de bulerías. Se unieron Dieguito Amador y David Fernández a echarse un cante, Emilio dio su pataíta, El Petete se entonó y El Pechuguita estuvo sembrao de age bailando. Disfruté como un cochino en un charco asistiendo a la puesta de largo de un bailaor con mayúsculas. Me fui al sobre soñando más a gusto que en brazos por haber sentido una noche redonda en la que el cante, el toque y el baile me zamarrearon la cordura.