La agenda abarrotá de festivales. Yo fui en busca del pellizco alejándome de carteles repetidos. Acabé en Olivares, donde han sabido hacer bien las cosas. Dos días, cuatro cantaores. Nada de inventos interminables en los que hasta los jartibles bostezan. Cinco o seis cantes cada uno y una sobremesa de aficionaos largando al fresco con la miel en los labios. Así da gusto. Si además presenta Antonio Ortega, mejor aún. Un gitano con parla exquisita que derrocha naturalidad en el escenario engrandeció el acto y dio pie sin estorbar. Esta noche era el turno de la anarquía flamenca: cantaba Paqui Ríos.
Vino a refrescarnos con la evocación de Pastora o La Perla. Su cante fue un homenaje a los grandes engarzado con los jipíos que cosecha. Desgranó una actuación en la que pendulaba entre la genialidad cantaora y algunos ratitos tibios. Pero a pesar de todo arañó las entretelas con los metales que traspasan la frontera de lo racional. Amasó el cante en el regazo de la gitanería y lo soltó a borbotones sufriéndolo como la que pare, acunándolo en la intimidad de los puños que agarraban su pañuelo, con los ojitos cerraos como la que camina en trance por la sangre de las venas flamencas. Impredecible en las formas, pura de sentimiento, humilde y respetuosa en las tablas, derramó su verdad. Esta cantaora de culto entre los aficionaos que mascan con paladar supo olvidarse del reloj de la medida para castigar la perfección canónica con la personalidad arrolladora de quien vive el cante en la oscuridad de sus adentros. Y así calentó el almíbar de su garganta por malagueñas para empezar, sin destacar demasiado pero transparentando el paño con el que se cubrió de bonanza en un repertorio caliente. En la soleá sudó la camisa arremetiéndose con dominio por las variantes alcalareñas y de La Andonda. Por Levante pisó la gloria en la taranta donde rizó la melodía con jondura minera. Mandó con la salía de los tientos. Terminó de enamorar. ¡Qué forma de sostener el pentagrama en sus cuerdas paseándolo con regusto por donde le dio la gana! Salomón le perdonaba la letra y yo también, porque aunque Paqui cantara con el ayeo dolería lo mismo. Jalonó de pellizcos una actuación tan irregular como magistral sin que la cosa quedara en tablas porque la indiferencia no tiene cabida en sus carnes. Se entregó, se rozó, se partió hincándole las uñas a la seguiriya de Manuel Torre y acabó revolcá en sangre en el cambio de Juanichí El Manijero. Pero donde estuvo sublime fue en los fandangos de La Sabina, que moduló cuajá de melodías aterciopeladas que hicieron cosquillitas al alma. Para acabar, unas bulerías sabrosas en las que le quedó poco por hilar. Se miró en Bernarda y arrimó hasta una bambera. Tuvo la deferencia de subir al entarimado a un joven guitarrista enfermo de flamenco: José Ángel Muñiz, para que junto a Gastor de Paco, que llevó a Paqui por las vereas del duende durante su intervención, echara el pestillo al festival. El gastoreño supo recoger a Ríos en todo momento y aunque se peleo con la afinación de la tercera cuerda, el guitarrón de Alberto Pantoja que porta tronó acampanado, limpio, veloz, flamenco y con elegancia acompañando a Paqui a los pasillos donde resuena el eco de lo rancio.
No fue la mejor noche de esta cantaora con sello y de inspiración. Pero en un panorama de flamenco descafeinado, lleno de calcos y artistas de ojana, tragarse los quejíos de Paqui Ríos supo a gloria cuando gran parte del resto, salvo excepciones, es agua corriente con avecrem. El sonido no acompañó. Entorpeció la transmisión que se consigue al aire. Algo que bien hubieran podido hacer en un entorno privilegiado acústicamente y para un aforo reducido como el que puede albergar el patio donde nos dimos cita para disfrutar de la anarquía del cante de Paqui.