Con un ramalazo de La Piriñaca en las venas a él también le supo la boca a sangre cuando aplomó sus pies en las maderas del escenario. Fernando Jiménez vino a Sevilla a embriagar a los cabales de la Peña Flamenca Torres Macarena con el perfume vinatero de tierras jerezanas. Se llevó el calor de la ovación, una bota de oles y el respeto de una afición que valoró su entrega. Fernando bailó con gusto, naturalmente flamenco y macho, aferrado a lo racial. Dejó las tonterías para los que quieren hacer el ridículo. Se subió al entarimado a disfrutar. Y eso se nota.
Apoyó su coreografía en las gargantas de Manuel Tañé y Ana de los Reyes. La guitarra de Jesús Agarrado El Guardia preñó de soniquete la noche. Fue el encargado de abrir con sus cuerdas marcando el compás por bulerías. Aunque no brilló el virtuosismo, cumplió con la difícil tarea de abrochar el ritmo y servir. Se prodigó en falsetas cuajadas de bordoneos con rasgueos sencillos pero efectivos. Tañé no supo medirse en el grito. Le imprimió sello al cante a pesar de que sus facultades desbordan los oídos. Abre la boca y levanta de la silla al más pintao a pegarse una pataíta. Ana cantó recortá, dejando caer los tercios con una voz medio rota de miel oscura a la que no le hace falta despellejarse para arañar suavito. Se acordó de Juana la del Revuelo al mecer sus tangos canasteros y se lució al final por bulerías rebuscando en las letras.
Fernando principió con la soleá por bulería arrastrándola desde el camerino. Tañé le prestó su voz para arropar la elegancia de un bailaor aceitunao que puso el gesto oportuno en cada momento. Porque no le hace falta estudiar lo que siente. Cuando la verdad brota así de un flamenco puro, le empuja al pecho las penas y alegrías. Y sabiéndolas conjugar con el cuerpo, la cara y los pies, tocó las fibras del respetable que asistió al ritual del duende. El jerezano dibujó braceos gitanos con flores en sus manos sin amaneramiento alguno. Demostró que el baile varonil goza de los contoneos de la masculinidad flamenca. Otros no saben hacerlo. Fernando pintó con toda su figura movimientos espontáneos que nacen del trance que bebe en la academia de la juerga. Flirteó con su chaqueta, se arremangaba el pantalón desde la cadera, no se centró solo en el zapateao o la escobilla. Estalló sus pies potentes sin olvidarse de la pose de cintura para arriba. Desde la punta del tacón a las pestañas danzó poseído por la jondura.
Tras el descanso Tañé hilvanó malagueñas con abandolaos como preludio de la seguiriya. Fernando portaba la pena en sus ojos hasta en el paseo. Cada pará dolía tanto como las embestidas de sus pies sobre las tablas. Le otorgó la solemnidad que merece el lamento cambiando de registro pero con el mismo sabor moreno que destila su baile. Desplantes dolientes, llamadas afilás, pellizcos por doquier… Así acuchilló el gemido negro antes de aliviarse en el fin de fiesta por bulerías con denominación de origen.
Fernando bailó como hay que bailar.