No me da la gana. Hoy no seré yo quien reparta la leña. Me apetece contar otras cosas. Serán las hormonas de La Bienal. Voy a decir lo mismo y más. Pero de otra forma. Sin que parezca esto una defensa fan de algún comebabas. Los puntos sobre las íes. Pero los oles redondos. Estoy cansado de que se le permitan excentricidades a cualquier mindundi por moderno en este circo de los esperpentos. Y a una de las pocas voces que trae fresco el flamenco viejo a la cita se le exija más que a otros que se acomodan en la vanguardia. Esos que son capaces de enlatar un pedo con su sello y vendérselo a Chema a precio de oro. Para todo hay que tener arte. O amigos. El público se lo tragaría tapándose la nariz con una mano y con la otra lo aplaudiría a collejazos.
Si hay una historia detrás, casi nadie lo entiende: se necesitan instrucciones antes de entrar. Cuando el cante, baile y toque se presentan por sí mismos, que está carente de discurso narrativo. Si se ofrece un recital al uso, que eso ya está manido. Normal que el artista se vuelva loco. No puede reprogramarse a la carta.
Rúbrica trajo a La Bienal algo que necesita: flamenco. Refrendando un repertorio clásico, con algunos cantes bellos en desuso, con letras sentidas de siempre y tributos sin remedos. Puede que dulcificado en ocasiones. Con el acompañamiento de un piano, que no es algo nuevo, más viejo que el hilo negro, pero que no se prodiga entre otras cosas porque no cabe en la funda de una guitarra. De ser así, en las manos de Pedro Ricardo Miño supondría echar al paro a la mitad de la cuadrilla, porque no hay quien le haga sombra. Y además porque hay pocos pianistas flamencos con los reaños suficientes como para encandilar durante hora y media al respetable sin oler a alcanfor o enredarse perdido en los giros jazzísticos. Concesiones hace cualquiera. Al clásico también. Pero hoy, el piano de los soníos negros se apellida Miño. Dos Giraldillos en su haber. Uno guarda también María Terremoto, que viene bandeando la carga de su estirpe teniendo que demostrar y justificarse en cada tercio a sus veintidós años. Desde el atril de la crítica todos le damos su repaso. Y hoy tampoco se va a librar. Me miento el primero. El que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Pero no me da la gana lapidar a una de las pocas artistas flamencas con proyección que, si no se apoltrona en los temitas jugosos del euro, aún le queda mucho por decir en el cante. Y a eso es a lo que vino anoche al Cartuja Center.
Le hemos pedido que amplíe el repertorio. Lo ha hecho. Que se cultive los bajos. En ello está. Que no grite. ¿Quién no lo hace con lo que está cayendo? ¿O tú te enfadas susurrando? Ahí va, también. Que no se suba aún a los temazos de la cartera llena. Y todavía sigue aquí. ¿Y ahora? Que lo borde todo a la primera. ¡Váyase usted a Parla a lo que ya sabe! Casi ni tiene edad para escuchar eso. Le rebosa por las venas la jerezanía de los Terremoto y unas portentosas facultades que no se doman en tres días porque tiene que seguir peleándose con el cante. Y eso quiso.
Caliente desde el principio. La iluminación cenital alcanzó al negro del piano y al vestido negro de María, que fue al encuentro del imán de los marfiles. El primer capotazo lo dio por El Mellizo en la malagueña, templándose en el aguante de la rondeña abandolá de El Gallina para arremeter algo desmedida con el fandango de Frasquito Yerbabuena. Regada por el encanto de las luces, puso su voz sobre las sedas de ochenta y ocho notas jondas. Rescataron con delicadeza del baúl de las entretelas rancias la farruca y la mariana. Y Miño fue tejiendo con la elegante pulsación de sus dedos un acolchado de espuma sobre el que se lució María, meciéndose libre, regodeándose en los finales, recortando con las respuestas del piano que la abrazaba. Sobrecogían las cadencias graves, casi fúnebres del preludio que Pedro Ricardo le regaló para entrar en la petenera trágica, cuya melodía desdibujó la jerezana reencontrándose luego en la de Pastora para dejar morir su voz derritiéndose junto a las teclas. Por Levante recuerda la taranta de Camarón sin registrarle sus formas. Se descalza y por tangos se arrecoge en un corro chiquetito solo al compás de las palmas de Makarines, Diego Valencia y Manuel Valencia. Con la percusión de Paquito Vega, le hicieron un monumento al soniquete durante todo el espectáculo. Aquí le sisó el gusto a Juana la del Revuelo. Entre amigos formó el lio. Miño hizo lo propio en un solo por bulerías chisporroteando con brío en un alarde de virtuosismo, con un apabullante dominio del ritmo, destilando Triana entre sus yemas, empujado por la raigambre. Una bulería bárbara en la que parafraseó el cuplé A tu vera, apegándose al respetable que ovacionó la pieza enfervorecido.
Subió el fondo descubriendo dos pedestales a los lados de una entrada central. Sobre ellos dos partes de un coro que con la solemnidad del piano enjundiado de Miño por soleá entonaron los ayes de la caña buscando sonoridades increíbles, casando coherentemente con la estética por la que discurrió la obra. Sorprendió María cual paloma blanca de sal vestida por Pilar Rubio. Emergió como una diva. <<A mí me quieren mandar a servir a Dios y al Rey>> Y así como un volcán escupe arrasando y quema pero es una maravilla indómita de la naturaleza, el terremoto de María siguió salvaje su curso. Luego se sentó en la enea y los cuatro palmeros detrás haciéndole la cama para cantar con solera por alegrías y cantiñas, creando una estampa bellísima por su sencillez y esencialidad flamencas. ¡Qué forma de contonearse y bailar en el sitio!
Las galeras de Juan Peña terminaban el programa de mano. Con Anabel Valencia como artista invitada y testigo de la tierra, repitieron el abrazo al cante que tanto gustó en la pasada Caracolá Lebrijana, acordándose de La palabra de Dios a un gitano. Pero llegó la sorpresa al cierre. En la intimidad de un teatro con el patio casi lleno, María se desnudó el alma tocándose al piano para cantar con la templanza que obliga la melancolía de esa Luz en los balcones, dedicándole el emotivo regalo a su pare Fernando. María se secó las lágrimas para no olvidarse nunca de la bulería, porque la vida es un pasatiempos. Y el público en pie. La ovación tronando. Tras el ritual de los aplausos dos fandangazos de ole. Y uno que tocó Miño en medio arrancando sus pellizquitos.
Que me critique a mí la gente, por Dios yo no entiendo na. Soy un águila imperial. Y mientras me quede una pluma, por mi niña María de mi alma, no dejaré de volar.
Me puedes matar si quieres, yo te doy mi corazón. Ten cuidao que tú estás dentro y al matarlo tú te mueres del mismo remordimiento.
Con lo fácil que hubiera sido encantar con sus tangos, bulerías, bulerías pa escuchá, soleá y seguiriya. Eso ya lo conocíamos. Con lo sencillo que es apuntarse a los giros camaroneros y de otras escuelas manoseadas. Pero no. Pedro Ricardo Miño y María Terremoto venían a reivindicar el flamenco en Sevilla. Aunque sea en La Bienal, donde parece que todo tiene que pasar por el tamiz de lo transgresor, donde todavía no ha llegado un director con dos cojones que apueste por lo tradicional, con el miedo a que lo cuelguen por carca los cuatro entendidos de la modernidad cantaora. A pesar de ello, María hizo vanguardia del repertorio clásico acancionándolo en ocasiones, acercándose en sus melismas a la copla y la lírica. Que digo yo: mejor eso que hacerlo con la electrónica u otras paparruchás del reino de la extravagancia ¿no? Hay quien acoge experimentos inaceptables en el flamenco pero después le escucha a otro un tercio coplero y cuanto menos lo crucifican. Y que conste que eso no me agrada. Cierto es que se sintió incómoda con los auriculares y el micro de diadema, a veces parecía medir los tiempos del cante (es un estreno), otras se movía por la escena sin necesidad. O que volvió a abusar del grito. Estos son los puntos sobre las íes. Cuatro tonterías que ni por un asomo deslucen su propuesta. Por eso hoy no reparto yo la leña, sino oles redondos. Porque salí de allí habiendo escuchado flamenco, habiendo visto una obra espectacular en la que Miño y Terremoto rubricaron el flamenco de La Bienal sin salirse del tiesto.
Foto: Claudia Ruiz. Bienal de Flamenco de Sevilla