El Círculo Flamenco de Madrid ha juntado en Utrera a Inés Bacán, Diego El Cabrillero, El Purili y Antonio Moya. Una juerga flamenca en la intimidad de un cuartito y la terraza del restaurante La Gastroteka. Una fiesta flamenca en petit comité que ha dejado tatuado el compás de Lebrija, La línea y Utrera en las entretelas de los aficionaos.
No era una actuación al uso. Tras llenar el buche en buena compañía de cabales venidos de Málaga, La Puebla, Jerez, Madrid, Alcalá, Sevilla, Lebrija o Utrera, se hizo el cante. Inés abrió la senda sutilmente para dejarle el sitio a Diego El Cabrillero que empezó a arañarnos por soleá. Casi 80 años que calza. Lleva en su garganta los ecos alcalareños, la campiña utrerana y el recuerdo de Caracol, Chocolate y Perrate de Utrera. No le hizo falta potencia para azotar con el cante. Dibujó con la voz un paseo por la experiencia para paladares exigentes. Fue un derroche de flamencura con la exquisitez de quien sabe meterse a la gente en el bolsillo con solo templarse. Tejió un repertorio de soleá, tientos tangos, fandangos, tarantos, bulerías, cantiñas, romances, malagueñas, zambra, seguiriyas, trillas, tonás… que alternó con el resto de artistas hasta que se fue el sol acharado ante semejante demostración de arte. Quejíos que embistieron y caricias de voz terruna y apocada henchidas de magia provocaron el regocijo de nuestras almas.
Inés Bacán rebosó de intimismo. Como si de un ritual se tratara, mascó cada letra a mecidas suaves con envites de jondura. Sostuvo el cante con el reposo que solo ella sabe darle para que hubiera tiempo de saborear cada nota. Aguantó los tercios regodeándose con la maestría de su compás. Bordó la soleá y metía fandangos donde le daba la gana mirándose en Chache Bastián. Bulerías, tientos, tonás… Cerraba los ojos y en trance la sangre le empujaba a la nuez un siglo de cante de Lebrija. Lució una manera de transmitir que nos dejó el corazón compungido y los ojos llenos de lágrimas. Defendió una forma de cantar exclusiva e inimitable que lleva su sello. Única, irrepetible… Si no hubiera nacido, tendríamos que inventarla.
Entre tanta veteranía un niño de veinte años formó el lío. Alonso Núñez El Purili se marcó una soleá antológica que arrastraba el cante de siete viejos. Talega, Mairena, Manuel Torre o los Pañero se asoman en su voz. Cantó despacio, con empaque, vibrando en su sitio, con un gusto privilegiado, con las cualidades de un cantaor grande y hecho. Dio un repaso a la historia del flamenco mientras Diego e Inés quedaban absortos, a guantazos por la presencia de una voz insultantemente joven cargada de sabia enjundia. Pero si en la soleá supo a gloria, por bulerías tocó el cielo pegándose una pataíta de age que nos trajo a la memoria las figuras de Paco Valdepeñas, Anzonini del Puerto o El Funi, además de homenajear con sus letras al Tío Anselmo o El Turronero. Elegancia y finura en un cuerpo menudo y esbelto que lleva en sus carnes enjutas el sabor rancio del flamenco puro. Terminó en el ocaso por tonás rumiando el cante antiguo y echándole reaños.
De propina estuvo Juan Bacán, que salpicó con sus intervenciones para el delite de los presentes y la guitarra digna y acompasada del holandés Joes Wieggers, que evidenció que para ser flamenco no hace falta nacer en el sur de España. Como tampoco es esta la cuna de Antonio Moya, francés pero utrerano de adopción y con un millón de fiestas en la talega. Acompañó a los cantaores a pellizquitos con una guitarra flamenquísima, sencilla pero hiriente, causante de muchos momentos de duende que llevaron en volandas a los cantaores.
Cante y toque con la confianza que da la cercanía. Charla, risas, anécdotas… Unas cuantas horas de inspiración. Borrachera de arte. Pa repetir. Y así me voy a la cama a soñar de nuevo con una fiesta flamenca en Utrera.