Domingo 26 de febrero. Crítica del recital de Enrique El Extremeño en la Peña Flamenca Torres Macarena (Sevilla), con el acompañamiento a la guitarra de Ñoño Santiago. «Entraba y salía del tiempo con la voluntad del que tiene el metrónomo en vena. Como el trilero que juega al engaño, dejándonos a la espera de dónde pega el bocao, estremeciéndonos de flamencura«.
De no ser porque me puse a escribir a las diez de la mañana lo hubiera hecho con un oloroso mediante, buscando una lengua prestada que pudiera darle la categoría que merece a estas palabras. Cargar la responsabilidad a la tinta en el intento de esbozar lo que ocurrió en el templo del flamenco de Sevilla es cuanto menos injusto. Explicar los sentimientos es siempre un acto limitante. Describir lo inenarrable un despropósito que atenta contra la dignidad del duende que habita en El Extremeño y Pepe Torres que pusieron boca abajo la Peña Flamenca Torres Macarena.
Apoyado en una silla y en el tono seguiriyero que le prestó su hijo Ñoño Santiago a la guitarra, tronó la voz gorda y acampanada de Enrique para dar pie a una tanda de cantes al aire: toná, trilla, martinete, toná chica y el macho de Juan Peña El Lebrijano entroncando con el romance con el que comenzó a enamorar la tarde.
No se excedió en el grito ni le hicieron falta decibelios. Rebosó en dulzura y dolor. Su cante rebañó desde el tuétano con una garganta portentosa cuando hizo falta. Dijo aquí estoy desde el principio, aunque su valía es de sobra conocida. No tenía que demostrar nada. Porque si bien en su trayectoria se ha prodigado para atrás, como un cantaor de plata, supo desligar su registro y poner sobre las tablas los veinticuatro quilates del oro palante.
Por taranto huele a Almería y a El Morato. Recortó y respiró donde había aire. Se paseó como un maestro por los melismas que pedían los fraseos y dejó caer con regusto levantino los finales de los tercios, templando bien los bajos.
Se alió después con el compás que derrama y su voz arrastró la sal de Cádiz por alegrías. Entraba y salía del tiempo con la voluntad del que tiene el metrónomo en vena. Como el trilero que juega al engaño, dejándonos a la espera de dónde pega el bocao, estremeciéndonos de flamencura. Alzando el brazo y colocando donde va cada cosa con la mano tonta en su gesto. Mandando, con la batuta del que sabe, dirigiendo el puyazo al pecho y repartiendo la jondura que le sobra.
La veteranía le dio el dominio en la malagueña acordándose de Manuel Torre. Dejó correr la creatividad en una segunda letra valiente con aportaciones melódicas propias que hicieron temblar al mundo aquel día cuando su mare murió. Y selló con abandolaos el alivio de esa pena.
Se alejó del aire jerezano al que acostumbran acogerse la mayoría de cantaores en la soleá por bulería y me sonó a Lebrija con un compás y sabor exquisitos. Formó el taco. Hizo lo que le dio la gana con el cante. Aquí y en las bulerías donde sentó cátedra arrancando los oles que restaban en los rincones de las carteras del sentío. Porque el público sembró una manta de jaleos abrazando a Enrique desde que abrió la boca en el escenario.
Rezaba el cante con fuerza y poderío, con ojos brillantes y desorbitados como quien está preso del don de arrebatarnos el alma en cada quejío. Como nos la robó también Pepe Torres con su baile. Único, flamenco como ninguno, sin concesiones vanguardistas, puro de emoción y sentimiento, de ejecución varonil, sin figuras acrobáticas. Un bailaor de bailaores, artista de culto para aficionaos que saben distinguir. Y Enrique sabe acompañarse de los mejores, como siempre, engrandeciéndolos aún más si cabe. Aunque en este caso es mutuo, porque el baile de Pepe es la cera que pule el cante de Enrique, y El Extremeño alimenta los pies del moronense obrándose el deleite en la tarima.
Así llegó el fin de fiesta. Subieron a las tablas Mari Santiago, La Parreña y sus dos hijas, presentando el futuro del baile; May de Cádiz, Reyes Figuereo, Paulo Molina, José Méndez y Juan del Gastor . Un elenco que terminó de hilvanar un espectáculo extraordinario, jondo y de caché. Algo de lo que tuvieron también parte de culpa las palmas de Juan Mateo y Paulo Molina. Pero sobre todo la guitarra de Ñoño, con la complicidad que se dan padre e hijo y la enjundia de la que están preñadas las cuerdas de su sonanta. Y Pepe echó el pestillo a esta juerga, de esas de las que quedan tatuadas a fuego en la memoria de las vivencias flamencas.
Firma: Kiko Valle
Vaya tela
Y voy y me lo pierdo…
Espero que estuviera lleno porque disfrute de esa categoría no se da tan fácilmente.
Así que me vía conformá pensando que en ese tan especial sitio bien que lo habrán sabío valorar…
Mi aplauso para los artistas
Mi aplauso para los organizadores
Mi aplauso para los que nos lo cuentan