Me zamarrearon las carnes las hechuras de El Yiyo y el cante de El Pechuguita. Anoche viví una de esas que no te esperas. El Templo del Flamenco de Sevilla volvió a acertar. La Peña Flamenca Torres Macarena se trajo de San Roc a un gitano guapo de familia jienense que arañó las entretelas de los cabales. Exprimió la despensa de los repelucos dibujándose en el aire con la elegancia salvaje de un purasangre indómito.
Abrió el soniquete de la guitarra del jerezano Jesús Álvarez por bulerías. Los cantaores Manuel Tañé y El Pechuguita lo acompañaron a las palmas. Jesús sirvió cuadrando el compás durante toda la actuación. Se mostró sensible en lo melódico, con oído en las respuestas. La sonanta le sonó sin potencia a pesar del ímpetu que puso en picados y alzapúas vertiginosos. Muchas veces sin precisión. Tocó con gusto arrimando candela al asunto. Tañé quemó. Porque se salió del pellejo ante la exitación del momento. A pesar de que iba pasado de vuelta al jalear, la cosa fue en concordancia a su arrebatadora garganta. Lució a ratos. El Pechuguita estuvo sembrao. Cada vez canta mejor. Hirió con su voz caliente preñado de inspiración. Su nuez redonda se quejó lastimera y sentida o brillando en los tiempos alegres. Se retorció por tonás. Los dos le echaron reaños. Embistieron con trapío caldeando el entarimado. Manuel terminó sorprendiendo con un fandango de Aznalcóllar en su terreno. Y le respondió el otro regando el albero para el galope de un caballo desbocao.
Así salió El Yiyo a demostrar su carácter indomable en la bulería por soleá. No he visto pisar con más fuerza los ensoleraos maderos de esta peña. Miguel Fernández El Yiyo vino a apuntillarlos para tatuar la marca de sus tacones gitanos dejando la huella indeleble del baile macho. Ahí perpetuará su nombre fosilizado. Bailó con el porte de un maestro, la elegancia de un patriarca y un salvajismo racial. Llenó con su planta el escenario. Se elevó alto con su enorme talla, el braceo recto. Estalló en los desplantes con un arrojo descomunal. Amarró marcajes tan definidos que dolían al recogerse. El zapateado fino, contumaz. Llamadas precisas, contoneos justos y varoniles. El gesto siempre apropiado. Bailó de la mano con su humilde honradez, haciendo que la transmisión no fuera el fin de una búsqueda sino la consecuencia irremediable de la transparencia de un flamenco de verdad. Sus piernas dos columnas de mármol esculpidas. Pero moldeables al antojo de su jonda voluntad. Hizo encajes de bolillos chasqueando los dedos como un prestidigitador del compás. Mandó en el ritmo con palmadas en el pecho y sus cachas recias, entremetiendo los pies por donde le dio la gana. Pero no es un bailaor que ametralle y dance solo de cintura para abajo. Se valió del cuerpo entero. Y de una mirada penetrante que enamoró a la afición. El Yiyo desmigajó el corazón del respetable en puñaítos de oles irreprimibles que brotaban ante el descubrimiento de un gran bailaor.
Tras unos tangos canasteros bien cantaos anticipándose a los aires extremeños que soplarían después, la japonesa Hirumi Nogami puso la gracia acompasándose por alegrías. El Yiyo bailó por jaleos. Pasión, entrega, pellizco, personalidad… Repitió la hazaña. La elección del repertorio insistió en el mismo registro estético. Me hubiera gustado disfrutar de la solemnidad de la soleá o de un taranto, porque vibró en los paseos, silencios, zapateados y escobillas. Me dejó con ganas de más. Quise admirarlo en la intensidad del negro llanto seguiriyero. Pero ahí quedó. Sobrado de todo, aunque con carencias en la templanza o el redondeo de los brazos. ¡A ver quién lo doma a su edad! El reposo del tiempo, quizá.
Al fin de fiesta subieron al escenario a arropar al elenco los bailaores Emilio Castañeda, El Petete y El Torombo, que sorprendió entonándose con dos o tres letrillas con age y dedicó una pataíta antológica a las arremetías del cante de Juan Reyes. Flirteó con su chaqueta y el pañuelo. Lo tiró al suelo, lo levantó con el pie. Se lo puso al cuello con tanto arte y desparpajo como casualidad, arrancando al público enardecido de las sillas. Emilio bailó con la enjundia que gasta y El Petete revalidó el trono del que sabe istinguí. ¡Con qué gusto se acordó El Pechuguita de Fernando de la Morena! A tomillo y romero vengan olores… Y El Yiyo echó el cerrojo a un recital memorable que quedará en la memoria flamenca para la posteridad.
¡Ole el espiritate narrativo!