Para mí La Bienal empieza hoy. He tenido que despojarme de la mentalidad peñista, del olor de los festivales veraniegos, de los recitales al uso. ¿Debo asumir? que en el mayor escaparate mundial del flamenco a lo mejor me encuentro con pinceladas que evoquen su sabor. Casi no recordaba que era así. Por más que venía leyendo a los magnates de la crítica sevillana, como algunos pintan a quienes ejercen su profesión con buen criterio desde hace varios decenios y estuvieron en el bautizo del festival, me he dado cuenta que me resistía a creerlo. Y no lo digo porque llegue descontento de la obra de David Lagos, pero esto es otra cosa. Atrevida. Sin lugar para la indiferencia.
Parece que la apertura de La Bienal de Eva Yerbabuena solo pudo salvarse de que dijeran que fue un truño por los momentos de inspiración flamenca donde Eva fue la Eva de siempre, sin pajas mentales justificadas por la vanguardia o condicionadas por los desvaríos de Juan Kruz. No ocurrió lo mismo con la idea de Lagos. La obra estuvo salpicada de momentos generosamente flamencos, extraordinarios. Pero aliñados con el resto de pasajes que, si bien fueron de una calidad musical incuestionable, los que buscan lo tradicional en el escenario de la cita aún lo siguen haciendo.
Es otra cosa porque ahora lo que se lleva, cuando se trata de presentar un espectáculo para La Bienal, es el concepto teatral. Más allá del cante por el cante, el toque por el toque, el baile por el baile. Siempre tiene que haber un discurso detrás. Menos mal que aún conservo las gafas para mirar por ahí. Hasta en el interior. Y sin ser piedra que pierda su centro, acojo los Cantes del silencio desde el cariño. Creo que sabiendo interpretar el mensaje sin necesidad de instrucciones. Me parece de recibo el rescate de la memoria histórica de Andalucía, más aún desde una perspectiva poco abordada hasta ahora. No es el cante protesta. Desempolva del olvido momentos dolorosos que se han acallado mostrándolos en su cruda desnudez. Recuerda episodios como la ejecución a garrote vil de siete jornaleros jerezanos o la cruel desbandá en la carretera de Málaga en el 37.
Los murmullos farfullados, las locuciones, la disposición escénica del elenco, las entradas y salidas, la escaleta y todo aquello que tuviera que ver con el diseño de la propuesta se antojaron depuradísimos, muy trabajados. Aunque en ocasiones eché en falta discernir las letras entre el “ruido”. No caben demasiadas pegas. Incluso la luz y el sonido, que han tenido que improvisar en su readaptación por la incompetencia de la organización de la cita al cambiar de espacio la obra a poco menos de dos días del estreno, han lucido dejando pasar inadvertida esta indeseada circunstancia. Si se ha perdido el Lope de Vega, el corazón de La Bienal, el equipo de David lo ha entregado en las tablas. Se notó.
No es lo mismo pensar en un aforo reducido que en el Cartuja Center, un espacio que puede albergar tres mil personas. Me niego a criticar la entrada. No es justo para los artistas. Pero los que hemos estado allí hemos sentido el lleno.
Piano, clavicordio, saxofones, percusión, guitarra, cante y baile. El sonido de las cuerdas de un tambor, un saxofón angustiante y las habladurías de la gente en off se anticipan a la apertura del telón. Se abre y los músicos esperan en pie, de espaldas, aguardando acercarse a sus instrumentos. Irrumpe la voz afillá de David con la Trilla de la Mano Negra situando el marco social en el que se desarrolla la obra. Comienza a retratar su trasfondo narrativo. Empieza a darle voz a los silenciados, haciendo memoria de la represión en Andalucía, arrojando luz sobre heridas abiertas. Subió el tono en dos ocasiones, añadiéndole intensidad hasta rabiar con la ayuda de una instrumentación que con escalas trepidantes generaron un clima de ansiedad casi indigerible, provocando la congoja. El fondo rojo sangre.
La guitarra de Alfredo Lagos tañe la soleá apolá El Sur tiene un guernika que David interpreta con enjundia. Pero me quedé sin aliento cuando Isabel Bayón salió a escena. Corvada, algo encogida, con las manos sobre sus rodillas. Contagió su respiración agitada y a compás, casi hiperventilando la tragedia que le robó el aire. Protagonizó uno de los momentos memorables de la noche. Se mascaba el dolor. Le recorría el cuerpo como hormigas. Lo interpretó con sus manos que llegaron arriba cansadas. Tuvo que ayudarse con una a subir la otra para atusarse el pelo en la intimidad de su encierro con el miedo. Marcaba los tiempos con manotazos en el pecho, cerca del latido, sin más compañía que el sufrimiento. Casi podía tocarse, como su voz, que simuló sacársela de la boca. La miró y después la soltó liberada retándola a volar hacia las luces.
Los abandolaos y la malagueña sugieren la resiliencia. Propiciaban darle la espalda a la pena. Melchora Ortega paseó descalza con un falso bigote burlesco para inundar de alegría por rumbas, cachondeándose de los opresores. Llena de age, cantando y bailando la jerezanía que calza. Era la reposición de los pisoteados, su Medicina para la guerra.
El clavicordio de Alejandro Rojas-Marcos se volvió jondo en una seguiriya doliente que David remató al echar los restos en el macho de Juan Junquera. Alfredo Lagos dejó un solo de guitarra brillante, de composición exquisita y ejecución pulcra, emotiva. Destacó como uno de los instantes a recordar del espectáculo. Pero si tuviera que quedarme solo con algo, sería sin duda las cantiñas de Las 1500 rosas, donde David dijo el cante sin estridencias, meciéndose en los medios, con gusto. Paseó por distintas variantes enamorando con las de Pinini mientras Isabel, vestida con bata verde esperanza, creó con su baile el primer momento mágico de mi Bienal. Bailó tan bien como la recordaba, echando a un lado los experimentos y olvidándose de lo exagerado. Con la finura que le caracteriza, con la gracia que atesora, con la elegancia de quien sabe contonearse y coronar bien los desplantes. Acariciaba el aire haciendo flores con sus manos, brilló en los braceos y con los pies. Completa, flamenquísima, henchida de sensibilidad y dulzura.
El travestismo o amaneramiento de los copleros discriminados quedó perfectamente representado cuando Miguel Téllez salió a cantar El día que nací yo cubriéndose la cabeza con un pañuelo. La voz de Queipo de Llano con su proclama homofóbica se había estado escuchando en la radio. La bulería de Melchora supuso la antesala del final. Acabó festera, con gitanería, dándose sus pataítas de arte. David parecía enjaretar acompasao en alemán u otro idioma un juego de palabras alusivo a los boinas blancas que apoyaron a los nacionales en la Guerra Civil del 36: Requeté Reich.
Y con la trilla que vino, se fue. Hora y cuarto. Momentazos de Isabel, el desparpajo de Melchora, dos o tres cantes de David y mucho miedo. El miedo que supo dibujar en escena y el que me da a mí por lo que queda de Bienal. Que no nos quiten la memoria. Ni la silenciada por políticas opresoras, ni la flamenca desplazada. Lo mismo es.
Fotos: Claudia Ruiz. Bienal de Flamenco de Sevilla.